Porque antes incluso de pronunciar nuestra primera palabra, alguien ya decidió quién teníamos que ser.
Mucho antes de reconocer nuestro rostro en el espejo, fuimos objetos en manos ajenas. De nuestros padres, de una sociedad, de una cultura que nos enseñó a encajar en sus moldes, que nos exigió ser piezas exactas para funcionar, para pertenecer.
Fuimos formados con precisión quirúrgica. Y sin darnos cuenta, dejamos de ser sujetos para convertirnos en objetos. Esto no es nuevo; nadie es culpable, es simplemente la trama en que nacimos. Las culturas sobreviven moldeando a sus hijos, dándoles formas rígidas para asegurar su propia continuidad.
Pero, detente un instante. Piensa con atención:
¿Qué sucede cuando dos objetos intentan amarse?
Exactamente lo que imaginas: luchan, se dominan, se hieren. Porque así aprendieron a verse: objetos que deben encajar, que deben satisfacer expectativas, que deben cumplir roles rígidos en lugar de sentirse verdaderamente.
El problema es que nunca amamos personas, siempre amamos objetos.
Nos enamoramos de la imagen que construimos del otro, de la versión que podemos manejar, que podemos controlar. Pero ningún objeto puede amarte de regreso, y ninguna persona real aceptará ser tu objeto.
Amar de verdad es otra cosa.
Es abrirle la puerta a alguien que puede desordenarte la vida entera.
Es aceptar que después de ese encuentro nunca volverás a ser el mismo.
Y eso duele, claro que duele. Porque el amor real no te completa; te rompe, te quiebra, te arranca la piel que creías tuya, y te obliga a mirarte tal como eres