Siempre he sentido una incomodidad visceral al exponerme. Me parece ridículo hablar de lo que hago como si tuviera que empaquetarlo y venderlo, como si cada pensamiento o palabra escrita fuera un producto. No me imagino a Nietzsche o Jung abriendo un Instagram para promocionar sus ideas. ¿Cómo encajarían ellos en esta era donde el ser supuestamente creativo parece ser un mérito social, casi una etiqueta de admiración? Yo no veo nada admirable en ser escritor. No hay mérito alguno en sentarse a plasmar lo que uno siente, ve o piensa. Es simplemente algo que sucede.
Pero la paradoja es que, precisamente porque me cuesta, he decidido hacerlo. No quiero que los bloqueos gobiernen mi vida. Hay algo suicida en este impulso, lo sé. Poner mi rostro en la portada de mi nuevo libro es la antítesis de lo que mi instinto me habría pedido. Habría preferido refugiarme tras un pseudónimo, esconderme tras un nombre que no fuera mío, tras una identidad que no me obligara a sostener tantas miradas.
Recuerdo cuando empecé a escribir y publicar en sitios, la cantidad de advertencias que recibía: “Te expones demasiado, es peligroso”, decían. Proyecciones de sus propios miedos, supongo. Seguí adelante porque intuía que mi camino no estaba en evitar el peligro, sino en abrazarlo. Y ahora, con este libro, lo he hecho otra vez.
No hay coraje real en evitar la incomodidad. Lo que está muerto no puede morir, y lo que alguna vez temí ya no me persigue. Escribo para sobrevivir a mis propios muros y, esta vez, para derribarlos uno por uno.
Si esta entrada parece un manifiesto, tal vez lo sea. Pero no un manifiesto de grandilocuencias, sino de esa lucha cotidiana por no dejar que nuestros miedos decidan por nosotros.
¿Quién sabe? Quizás al final, todo este juego de exponerme y mostrarme termine siendo una herramienta para otros, aunque no fuera ese el plan. Por ahora, este blog es un reflejo de eso: el lugar donde me atrevo a ser incómodamente yo.
Bienvenidos.